Pasión en la cuneta
30 de Septiembre, 18
Era una mañana fría, como las tres últimas de este avanzado mes de noviembre. Puntual a su cita, como cada domingo desde hace ya cuarenta y tres años (los mismos que llevaba casado), se levantó a las siete y cuarto, tomó un café y un trozo de pan del día anterior ligeramente tostado, con mantequilla y azúcar, y se bajó al garaje.
Allí le esperaba ella. Recostada sobre la pared. Inmóvil. Fiel a su cita de cada fin de semana. Ella, era esa Bianchi roja que sirvió de excusa hace más de veinte años para intentar que su hijo compartiera su pasión por el ciclismo, y al mismo tiempo pudieran pasar un rato juntos. Esa que finalmente acabó haciendo suya, seis años más tarde, después de desistir en sus planes compartidos, y de tener un susto considerable con su vieja bici.
Él, cómo le había ordenado la mujer, acababa de vestirse frente a la puerta del parking, allí donde tenía las zapatillas de ciclismo. ¿Qué por qué lo hacía así? Pues porque la parienta (tal y como él la llamaba), siempre decía que dejaban barro en casa, mientras que él, tímidamente, replicaba casi como por costumbre que eso era francamente imposible pues nunca llegaban a tocar el suelo, y él siempre circulaba por carretera bien asfaltadas. La verdad es que no era exactamente así, porque o bien a veces disfrutaba entrando por entre alguna era, o camino de carro, simplemente para sentir las vibraciones en el manillar (como cuando era un niño y se pasaban las tardes compitiendo frente a la camino viejo del cementerio, con sus amigos para ver quién era el más rápido), o porque los días de lluvia no había forma de evitar que la suciedad y el barro acabaran salpicando las zapatillas, el culote, el maillot o incluso el casco. Pero era parte de su vida en pareja, y verla a ella enfadada después de tantos años, seguía provocando en él un placer especial.

Se subió a la bici, enganchó la zapatilla izquierda, y empezó a pedalear. Agarró con la maestría de la práctica la segunda zapatilla al pedal, y giró en la primera curva dirección al puente.
Él, que se conocía mucho, tras haber cruzado el río podía calibrar exactamente como se encontraba de fuerzas, y cuántos kilómetros podría hacer ese día. Hoy estaba tranquilo, se sentía fuerte y le apetecía subir el puerto de montaña en el que Bahamontes gano su título en el 57, indudablemente mucho más lento, él era escalador superdotado.
Empezó la ascensión y todo fue sobre ruedas, apretó los dientes en los tramos más difíciles, y dejó que sus piernas recuperaran un poco en los tramos de falso llano. Y cuando a lo lejos vio la ascensión final, se le escapó una sonrisa, y en su mente se puso de pie y apretó el ritmo. En la realidad, la edad no permitía esos excesos, así que simplemente mantuvo el ritmo y aguanto el tipo.
Coronada la cima, se paró y respiro profundo el aire cargado de victoria. Escuchó en silencio los aplausos que te dan los arboles cuando te sientes lleno de euforia por dentro, y bebió un trago largo de agua de aquel odioso botellín que le había regalado su hija por navidad, harta de oír a su madre quejarse por que él llevaba uno roñoso desde hace mil años. Ellas, no entendían que ese al que ellas llamaban literalmente "esa mierda", era un botellín que había conseguido del mítico Marino Lejarreta en la única clásica de San Sebastián que pudo ir a ver. Pero en fin, esas cosas solo pueden entenderlas los verdaderos aficionados a este deporte.
Recuperado el aliento, aunque no del todo por miedo a quedarse frío, se abrigó, y comenzó el descenso.

Siempre era un placer bajar sin dar pedales, y poder arriesgar un poco en las curvas, aunque desde hace un tiempo ya ni bajaba rápido, ni arriesgaba tanto. Eso se lo dejaba a la gente joven en la edad de hacer locuras, él ya solo salía cada domingo por pura pasión al ciclismo.
Llegado al final del descenso, giró a la izquierda para coger la carretera de vuelta al pueblo, y cuando quiso darse cuenta, se encontró flotando por encima de las líneas discontinuas de la carretera, viendo como transcurrían lentamente una tras otra, con un dolor que nunca había sentido antes, ubicado en un punto indeterminado, y que llegaba hasta la parte más alta del pecho. El tiempo se detuvo bruscamente, justo con el primer impacto de su cuerpo contra el pavimento. Luego intentó balbucear algo junto a la cuneta, pero no pudo, así que se quedó escuchando el ruido del motor que se detuvo por un instante. Nadie dijo nada. Nadie abrió la puerta. Nadie bajó del coche. Un minuto más tarde el vehículo arranco de nuevo. Él revivió el último fin de semana en familia, pensó en la bronca de Pilar, la besó por última vez, y perdió el conocimiento.
Una hora más tarde llegó la noticia a casa, y ella, que desde que se había levantado tenía un mal presentimiento, rompió en lágrimas, y maldijo la puñetera bici. Acto seguido, sin alcanzar a decir nada más, cayó desplomada sobre el suelo de la cocina. Hoy estaba preparando cocido, el plato preferido de Anselmo. Ella nunca jamás volvió a hacerlo.