Pinsk
17 de Marzo, 2019
Se perdieron, no habían sabido interpretar bien el mapa, y llevaban dando vueltas una eternidad, mucho más de lo que habían pensado en un principio. Hasta el punto, de transformarse en almas desorientadas vagando por entre las marismas, con un punto cardinal exacto en su cabeza pero sin un rumbo concreto.

El día tocaba en retirada, y la luna se asomaba caprichosa por entre la niebla, avisando de que la noche esperaba impaciente en la distancia. Ambos se abrigaron sin mirarse, pues se habían retirado la palabra desde el último desencuentro hace más de cuatro cruces. Ella, enfadada, porque él no quiso preguntar a aquel hombre cabizbajo, que sentado sobre una piedra al inicio del laberinto, parecía tan solo esperar a que pasara el tiempo, y ellos cayeran en la trampa. Él, obcecado en su testarudez, dando vueltas al mapa como si de una noria se tratase, reinterpretando por centésima vez el mapa, aun sabiendo que en su obstinación, no hallaría respuesta alguna. Ambos, lo suficientemente cansados como para no ser capaces de dar el brazo a torcer, a pesar de que el otro fuera la segunda persona a la que más aman.
Bordearon por última vez lo que ellos pensaron que era el lago central, intentando vislumbrar el camino de vuelta a casa. Pero no hubo suerte, y la desesperación apareció antes de que oscureciera, inundando de miedos las piernas agotadas, las ilusiones extraviadas, los ánimos abandonados a medio camino, y porque no decirlo, helando el cuerpo y la esperanza.
Sí, es cierto. Allí, a la lejanía, casi al tocar de los dedos, se encontraba el destino, pero entre ellos, un mar de dudas, un par de kilómetros de olas serenas, y seguramente solo treinta minutos más de luz. Ella se paró, fija como quien mira un cuadro intentando revelar sus secretos. Él, que había evitado hasta el instante estar a menos de diez metros, se colocó tras ella, y abrió nuevamente el mapa.

Nuestra protagonista, escuchó el desdoblar de las hojas, y se derrumbó entre sollozos.
- ¡No puedo más, y encima no te tengo!
Él, dejó caer el mapa, se acercó por la espalda, y la abrazó en un silencio. Permanecieron inmóviles unos minutos, y tras eso, ella se levantó, se dio la vuelta, y lo miró fijamente a los ojos. Aquel derrumbe, que no hablaba de derrota sino de inteligencia, pues ella sabía que la emoción era la única forma de volver a conectar con la terquedad de un burro, fue el preludió de un beso sencillo, una bandera blanca, una reconciliación con cicatrices, y un deseado intercambió de papeles.
Ella agarró el mapa, lo observó por un instante, giró ciento ochenta grados, y tras preguntarle:
- ¿Confías en mí?
Lo llevó de vuelta a casa.