Sillas murciélago

22 de Junio, 2019

Son las nueve de la noche en una pequeña ciudad del sur de Europa. La urbe hace un par de horas que encendió las luces, y las calles empiezan a vaciarse progresivamente, mientras los edificios juegan a apagarse y encenderse entre sus ventanas.

La camarera que acaba de cambiarse en el vestuario, sale después de mirarse fugaz en el espejo, echa un último vistazo, apaga las luces, gira un cuarto de vuelta la llave de la cerradura, y el bar con ese gesto cierra sus puertas, y con el (al menos por hoy) sus historias.

La luz de la farola, que se niega a abandonar la estancia, se cuela por entre la verja lentamente, iluminando sutil las mesas que permanecen inmóviles. A estas horas; la cocina duerme, la barra sueña, y las sillas cuelgan boca abajo de las cinco primeras mesas de la entrada. Al fondo a la izquierda sin embargo, en la parte más resguardada del bar, junto a la puerta del almacén, ella rememora los movimientos de la última jugada. Aquella en la que Andrés puso cierre a una nueva tarde entre amigos.

No ha sido el primero, ni será el último movimiento que guardará en su memoria, y que algún día, cuando otros inquilinos vengan, revele entre los posos del café y las columnas de humo de sus cigarrillos. Solo si vuelven a permitirlo, ¡aquellos eran buenos tiempos!

Aún recuerda a Bernardo, poniendo la boina sobre el agarrador de las sillas antiguas de mimbre, aquellas que despidió con la última calada de Lucas, antes de que llegaran estas mucho más elegantes, y también más incómodas. Aún recuerda la casa que perdió Antonio, y el nacimiento del primer hijo de Encarna. El mes en el que Oscar no pudo venir por culpa de aquella enfermedad tan bestia, y las tardes interminables de invierno de los cuatro mosqueteros del puro y del carajillo.

Son tantos años, que no le importan las cicatrices sobre su piel, cada una de ellas se debe a un momento concreto, y eso la hace especial entre todas las otras. Está aquella que coincide siempre con la apertura o con el seis doble, le siguen esas otras de forma circular por culpa del calor de las tazas de café, aquellas que saben a victoria, las del pozo, o las de las fichas blancas. Las que están cargadas de tinta, la que le dejo la segunda mudanza, y aquellas menos profundas que se han quedado de tanto empezar de ronda.

La luna se asoma curiosa, y saluda y se despide casi en un segundo. Ella vuelve a abrir la puerta, el olor a desayuno y a café recién hecho despierta a las sillas murciélago. Pasan una cuantas horas y mientras aguarda que las agujas marquen el inicio de la partida, observa como el resto de las mesas cumplen su función.

Ella, siempre marginada en aquella esquina, sabe que para algunos es el rincón amado, apartado de miradas indiscretas, cómplice de excusas a la parienta. Para otros tan solo la mesa que está demasiado cerca de los lavabos.

Ella, siempre marginada en aquella esquina, radiante, sabe que llegado el día, ellos dejarán de jugar y que otros comenzarán a venir.