Slobozia

16 de Diciembre, 2018

Bastará con decir que Ioan era un asiduo a caminar entre las lapidas del cementerio, solo por la sencilla razón de que allí no se sentía juzgado. El resto es menos importante, al menos si deseamos empezar la historia por algún punto.

Ioan estaba acostumbrado a dormir bajo las cálidas estrellas del otoño, esperando que el invierno fuera más amable que el último, mientras intentaba recomponer en soledad, el alma de cuya vida se ha roto. Embutido en su traje oscuro dos tallas más grande, elegante, se presentaba escondido ante todos, deambulando por entre las tumbas, como haciendo las paces con Dios, o esperando que llegara su hora. El vacío del cementerio no le obligaba a recordar el suyo, quizás por eso él allí se sentía a salvo.

A veces lo habían confundido con el sepulturero, pero el respondía cordial, con esa naturalidad sencilla que te da el saber que ya nada te queda por perder, que tan solo estaba de visita. Y tras despedirse agachando ligeramente la cabeza, a modo de reverencia, continuaba con su recorrido de cada día hasta llegar a la sombra de aquel árbol, junto a la tumba de las dos cruces.

Allí, sentado, dejaba pasar las horas más calinosas del día, embrujado por la sombra cambiante de las hojas que se movían parsimoniosas, mientras embutido en sus pensamientos, mantenía la mirada fija sobre un punto concreto, que indudablemente no había sido escogido al azar. Sus ojos, siempre húmedos y atentos, se clavaban a los de quien le mirara, y entraban en lo más profundo a golpe de melancolía, entendiendo desde el primer instante que la vida no había sido benévola con él.

La barba corta, desaliñada cuidadosamente, nívea y despoblada, sobre todo a la altura de las mejillas, tapaba algunas de las imperfecciones que no se veían si no te acercabas lo suficiente, y eso raramente le pasaba. Las cejas casi inexistentes rindiendo a media asta, los parpados en precipicio acunando un llanto persistente, las arrugas pidiendo un tiempo nuevo, y los labios menudos, sellados en una mueca para no dejar escapar la angustia. Ioan inmóvil, fijo en ese punto, esperando que pasara lo que nunca pasa, deseando que la vida le devolviera lo que un día le quitó, soñando al menos por un rato, que la historia le da una nueva oportunidad.

La tarde fue cayendo, y él casi como en un paso estudiado, mudó el lugar, y se acercó al punto exacto. Encogido, murmuró unas palabras en una lengua extraña y se puso de pie para marcharse. El caminar, rumbo a la puerta, le delató como un náufrago a la deriva de la monstruosidad del mundo, esperando que alguien le ayudara a dar un paso sencillo para salir de ser invisible. Un paso que él hace muchos años dio hacia atrás, porque un hombre hay cosas que no se perdona nunca a uno mismo.

No se sabe en qué momento cambió el relato, pero quizás todo lo demás empezó, cuando me acerqué y le pregunté su nombre.